jueves, 25 de noviembre de 2010

El pueblo feliz soy yo.


Cuando comencé a trabajar en el cine profesional todavía era un ser virgen. El espejismo juvenil del glamour holliwoodiense me elevaba el espíritu. Vívía en un sueño. Pronto los permanentes madrugones y noches sin dormir para que pesados focos, railes de travelings, metros de cableado eléctrico, decorado, atrezzo, maquillaje, vestuario, etc., me despertaron del sueño. ¡Qué bonito es el cine! decía mientras a las 04:30 hrs. sonaba el despertador.
Fue una época dura, sin apenas remuneración económica, aquella la del meritorio en la escuela cinematográfica de los 80, que no era otra cosa que currar casi gratis por aprender.
Los de producción siempre tenían la culpa de todo. Los directores eran caprichosos - Aquí falta esto, que lo traiga producción - Cuando el director se pasaba un poco y aparecía el productor por la localización donde se rodaba. Le hacía una seña al director, este discretamente daba ordenes de parar la escena, se retiraba a un rincón y conversaba en voz baja con el productor. Después de este tipo de conversaciones, el director resignado ya no voceaba más - ¡Que lo traiga producción!
Los escasos presupuestos y las plenipotenciarias relaciones del productor, ostentador de la subvención, hacían que el artista novel bajara su tono de voz.
Yo como observador sufrido en algunos casos comencé a forjar un nuevo sueño, bastante diferente al rutilante de mi iniciación en el séptimo arte. Aunque esa es otra historia.